5 de abril de 2023

La tristeza y la belleza del mundo

Ningún lugar adonde ir

Jonas Mekas

Caja Negra, Buenos Aires

1ª ed. 2008, 3ª ed. 2021

440 páginas, 14 x 19,5 cm

[Original: I Had Nowhere to Go. Diary of a Displaced Person. Nueva York, 1991.]

Traducción: Leonel Livchits

Prólogo: Emilio Bernini


Ningún lugar adonde ir es un libro hermoso. No sé si hermoso es una palabra adecuada para hablar de un libro; menos para comenzar una reseña. Pero es la primera que acude a mi mente cuando pienso en este libro, o mejor: cuando pienso en mi experiencia durante la lectura de este libro. Un recorrido a través de varios años en la vida de un hombre que mira el desastre de la guerra, el destierro, la desesperanza e incluso la desesperación con unos ojos que le permiten ver, en todo y pese a todo, alguna clase de belleza.

El libro es el diario de Jonas Mekas (1922-2019), un cineasta de origen lituano que realizó su carrera en Estados Unidos pero en el extremo opuesto a Hollywood, tanto a nivel geográfico (lo hizo en Nueva York) como artístico (fue uno de los mayores exponentes del cine experimental). El diario abarca el período que comienza a mediados de 1944, momento en el que tuvo que abandonar Lituania huyendo de las circunstancias impuestas por la Segunda Guerra Mundial, hasta 1955, cuando Mekas siente que ha comenzado a “echar raíces” en Nueva York.

Mekas creció en un pueblo de 22 familias y 98 habitantes. A sus diecisiete años, había leído todo lo que se había escrito en lituano hasta entonces, incluidos los diarios y revistas. No sólo lo había leído: lo había memorizado. Sus amigos del ambiente literario de Vilna, la capital lituana, lo llamaban cuando no recordaban dónde había aparecido algún artículo: “Ah, pero está este chico en aquel pueblo, por qué no le preguntan, él debe saber”. Y él lo sabía. Lo cuenta él mismo en el texto de “Presentación” del libro y lo cuenta también Juan Forn en una contratapa que le dedicó a Mekas en 2011. El título de esa contratapa fue “Yo recordaré por ustedes”, que es como Forn quiso que se titulara también su último libro, que dejó terminado días antes de morir, una década después de aquel texto.

El caso es que Mekas salió de Lituania con lo puesto, llegó a Alemania, vivió en varios campos de refugiados y terminó en un barco que lo llevó a un destino al que no quería llegar. Prefería ir a Israel, a Egipto, a Australia. Ninguno de esos países lo aceptaba, en una época en que millones de europeos protagonizaban una diáspora global. Alguien le consiguió permiso de residencia y trabajo en Chicago, pero el barco llegó a Nueva York y Mekas se deslumbró con Nueva York, y ya no quiso marcharse de allí.

Fue un camino, desde luego, lleno de penurias. Tanto materiales como humanas. “Mi vida es tan sinuosa como las montañas”, escribe (p. 186). Mekas sólo quería leer (“ya basta de libros, por favor, siempre frente a un libro”, le repetía su madre cuando era un niño) y le resultaba muy difícil cuando los libros escaseaban o se le perdían por el camino o cuando en los campos de refugiados debía convivir con gente demasiado ruidosa. Lejos están los apuntes de Mekas de transmitir un ambiente bucólico de solidaridad con sus compatriotas desplazados: a la mayoría no los soporta, con la excepción de su hermano Adolfas y sus amigos.

Además, la nostalgia. Mekas no puede evitar la sensación de “paraíso perdido” cuando piensa en su pueblo natal. Uno de los pasajes más emotivos es el que anota en la Navidad de 1948, cuando se recuerda “caminando detrás del arado, con las vacas, o moviendo el heno; trillando, nubes de polvo, y las lluvias y el barro del fin del otoño; y la época de la cosecha de hortalizas, a gatas por los campos húmedos de papa con los dedos azules de frío”. Luego apunta: “Estoy sentado aquí y soñando. Y estoy escribiendo simplemente para ver las palabras lituanas frente a mis ojos, incluso sin poder oírlas…” (p. 193).

Y también plasma su escepticismo cuando habla de los refugiados a los que ve partir hacia sus nuevos destinos: “No saben que nunca van a instalarse realmente. No, nunca. Una parte de ellos nunca va a estar allí realmente; una parte de cada uno de ellos va a permanecer en el viejo país sin permitir que se instalen realmente en otra parte, que echen verdaderas raíces. Seguirás moviéndote, hermano, seguirás moviéndote y corriendo; y vas a morir con la añoranza del hogar en los ojos” (p. 279).

Pero al final, en cualquier caso, el bueno de Mekas encuentra su lugar en el mundo (o al menos un lugar en el mundo): Nueva York. Un poco por la propia Nueva York y otro poco porque aprende a vivir en cualquier parte. Aprende, podríamos decir, que cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada. “Empieza a gustarme cualquier lugar donde me quede más de un día —escribe en el final del diario—. Me empieza a gustar cualquier pueblo, cualquier calle a la que soy arrojado. No tengo ningún lugar que pueda reemplazar a todos mis recuerdos. Mis recuerdos ahora provienen de muchos lugares, de todas las partes en las que me detuve en el camino; y ya no sé realmente de dónde vengo” (p. 436). Jonas Mekas se ha convertido, a su modo, en un ciudadano del mundo.

El libro permite advertir ese proceso, esa transformación, el itinerario de Mekas hacia su destino, salpicado de anécdotas divertidas y con la frescura que sólo los géneros del más furioso presente —los diarios, las cartas, el periodismo— logran conservar.

La edición original de Ningún lugar adonde ir se publicó en 1991; la primera en castellano, en 2008, y se reeditó en 2021. Y puede ser, sin dudas, el comienzo de un largo viaje, a través de otras lecturas (Caja Negra también editó otras dos obras de Mekas: Cuaderno de los setenta. Escritos 1958-2010 y Destellos de belleza) y por supuesto también de su medio centenar de películas, entre cuyos títulos se destacan Reminiscences of a Journey to Lithuania, Lost, Lost, Lost y As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty (traducida como En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza). Un título, este último, que sirve para describir a aquellos tiempos plasmados en su diario, los años del largo viaje que hicieron de Mekas el hombre que finalmente fue.