18 de agosto de 2020

Inventar palabras para cambiar el mundo

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En su novela Los zumitas, de 1999, Federico Jeanmaire imagina y describe una civilización que habría vivido entre el Tigris y el Éufrates siglos antes de nuestra era, más o menos después de los babilonios y antes de los persas. La zumita es una cultura muy querible: no creían en dioses y por lo tanto no necesitaban honrarlos con sacrificios, tampoco guerreaban, inventaron una suerte de “protodemocracia” y les encantaban los juegos.

Los niños jugaban a inventar palabras. Y ganaba aquel que inventaba el término que, debido a su natural sonoridad o debido a la natural habilidad del inventor para hacerles creer a los demás chicos que era extraordinariamente sonoro, podía sugerir la mayor cantidad de significados no forzados.

Me gusta mucho la idea de que las mejores palabras —las que permiten ganar el juego— sean aquellas que sugieren mayor cantidad de significados. Pero ¿cómo puede una palabra sugerir significados si, como han explicado Saussure y todos los lingüistas que vinieron después, el lenguaje es un sistema de símbolos arbitrarios, sin ninguna relación de necesidad entre las palabras y las cosas que representan? En la palabra mesa no hay nada del concepto mesa, y mucho menos de las innumerables mesas existentes en el mundo real. Por eso, cada idioma usa palabras diferentes para referirse a un mismo concepto. Ni siquiera las onomatopeyas (que parecieran las menos arbitrarias de las palabras) coinciden de una lengua a otra.


Sólo hay una forma, entonces, de que la sonoridad de las palabras sugieran significados: insertadas en un sistema, es decir, como parte de un idioma. Por eso, hace falta conocer muy bien el idioma para poder inventar palabras que suenen bien. Nosotros, en nuestra cultura, tenemos el “juego del diccionario” (con su versión en juego de mesa: el Bleff), que consiste en imaginar significados para palabras raras, pero —hasta donde sé— no tenemos ningún juego que implique inventar palabras. Los zumitas sí que debían ser muy diestros en este asunto.

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Si hablamos de inventar palabras es porque damos por sentada una idea previa: que hay palabras que no existen. Una idea que ya hemos puesto en cuestión en un artículo de hace unos años. Tal vez, decíamos entonces, conviene pensar que no hay palabras que no existen.

Todas las palabras existen, al menos en potencia. ¿Cuántas palabras se usaron y ya no se usan? ¿Qué palabras se emplean ahora y hasta hace poco no estaban en boca de nadie? ¿Y cuáles se utilizarán en el futuro y ahora no podemos ni sospechar? Nadie diría que un número (que es una combinación de cifras) no existe solo porque hasta ahora nadie necesitó escribirlo o recurrir a él para una operación. Quizá con las palabras (que son combinaciones de letras y fonemas) debamos pensar algo similar.

Para decirlo en otros términos, cito una anotación de Borges en el comienzo de su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires, publicado en 1923:

A QUIEN LEYERE

Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.

La primera parte de la nota “podría considerarse una teoría condensada del estructuralismo, cuando nada se había publicado aún” de esa corriente, apuntó Tom Lupo en un artículo en el primer número de la revista Oliverio, de 2003. “Borges está diciendo —continuaba Lupo— que su combinatoria ya está en el lenguaje y él es un fortuito aparato fonador. A esa altura, los únicos poetas que habían esbozado pensamientos similares fueron Girondo (no soy yo quien escribe estas páginas huérfanas) y Breton (el lenguaje es superior a cualquier ingenio individual)”.

En definitiva, más que de inventar palabras o versos, de lo que se trataría es de encontrar las combinaciones más apropiadas, esas formas que duermen en un imaginario repositorio universal a la espera de que las vayamos a buscar.

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Todo vocabulario impone un orden, una categorización del universo (aunque no requiera de una taxonomía tan rígida como el idioma analítico de John Wilkins). El léxico de una persona y de una comunidad es una visión del mundo. Los esquimales tienen decenas de términos para designar al color blanco y en Galicia sucede otro tanto con la lluvia. La lengua alemana cuenta con la palabra sehnsucht para aludir al anhelo hacia una cosa intangible, una especie de nostalgia del futuro; la sueca, mångata, el camino de luz que el reflejo de la luna produce sobre el agua; la japonesa, nuestra querida tsundoku, el afán por comprar libros y luego no leerlos; la yagana, la hermosa mamihlapinatapai, la mirada entre dos personas cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambas desean pero que ninguna se anima a iniciar. Las culturas hispanohablantes no incluyen palabras equivalentes a ninguna de esas cuatro, pero sí tienen sobremesa, que según cuentan no tiene similares en otras lenguas.

Jeanmaire, en su citada novela, también juega con esta cuestión:

Qilaní significaba felicidad en idioma zumita. Pero también servía para designar “lo inalcanzable”. Dicha ambigüedad quizá se apoyara en el hecho de que cuando uno cualquiera de ellos se sentía feliz, o mejor dicho qilan, casi al mismo tiempo tenía la sensación de que todavía le faltaba un poquito más para arribar a qilaní. Y eso les ocurría siempre. Invariablemente.

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Hace poco supe, a través de un tuit de la española Francisca Molero, que existe una iniciativa para impulsar el uso de la palabra buentrato. Luego descubrí que no es algo tan reciente. Ya en 2016 la también española Fina Sanz publicó un libro titulado El buentrato como proyecto de vida. El objetivo es conseguir un efecto positivo en las relaciones de cada persona consigo misma, con las demás y con el medioambiente. Si existe maltrato, todo junto, ¿por qué buentrato no?

La respuesta a esa pregunta está en el hecho de que, en la base del lenguaje, radica la idea de que el trato “normal” es, o debería ser, bueno, y por eso no hay que señalarlo. Lo que hay que señalar, en cambio, es el trato malo, del mismo modo que señalamos los malentendidos, las malformaciones, lo malsonante, etc. Sin embargo, pareciera que hace rato que el buen trato dejó de ser lo normal. El maltrato es moneda corriente: los insultos y agravios, la intolerancia, las mentiras deliberadas con intención de dañar, la arrogancia, las faltas de respeto…

Este proyecto surge como respuesta a ese estado de situación. “El lenguaje es fundamental para las personas —explica Molero—. La existencia y el reconocimiento de una palabra permite describir su significado, otorgarle un contenido propio, lo cual facilita aprenderla e interiorizarla. Las palabras determinan acciones y actuaciones. La propuesta y el reto es promover la palabra buentrato, describirla, sensibilizarnos con su significado, incorporarla, empoderarla y erotizarla”.

Las palabras pueden cambiar el mundo. No del modo fantástico en que lo hacen las palabras mágicas de los cuentos clásicos, como abracadabra o ábrete sésamo. Cambian la cosmovisión de la comunidad que se apropia de ellas. Y eso es un montón.

Lo que a primera vista puede parecer curioso es que la propuesta no surge de lingüistas, ni de filólogas, ni de escritoras, ni de otras personas cuya área de trabajo sea específicamente el lenguaje. Francisca Molero y Fina Sanz son sexólogas. Imagino que por eso las dos le dan tanta importancia a la idea de “erotizar” el buentrato. Cuando uno lo piensa un poco mejor, descubre que tiene mucho sentido. La sexualidad es un terreno en el cual el lenguaje desempeña un papel clave y lleno de tensiones. No hay palabras “neutras” para los genitales y los actos sexuales: unos suenan vulgares, otros demasiado técnicos, otros muy infantiles o cursis o naífs… La sexología ayuda mucho, también, a visibilizar lo oculto (o lo ocultado), a poner nombre a las cosas.

Bienvenidas las iniciativas para promover el uso de palabras nuevas. Por supuesto, sin pedir permiso a ninguna academia: las palabras pertenecen a la comunidad hablante, y no a un grupo de especialistas. Juguemos, como los zumitas, a “inventar” —o, mejor, a encontrar— palabras que suenen bien. Y que incidan en la realidad, en los hechos, en las cosas, si es posible, aún mejor.