17 de octubre de 2022

Ocho y medio


Ocho años y medio ha sido (lo escribo ya en pasado aunque en rigor aún no sea así) Marcelo Gallardo el director técnico de River. Que se trata de un lapso anormal para nuestros tiempos lo marca el hecho de que sólo tres entrenadores registraron ciclos más extensos, y los tres entre las décadas de 1940 y 1950. Y que de los 27 técnicos restantes que terminan dirigiendo en este torneo, apenas cinco están en ese cargo desde el año pasado: los otros 22 asumieron este año. Pero lo cierto es que esos no son más que datos estadísticos. Y lo mismo sería la enumeración de los títulos obtenidos por River durante estos ocho años y medio con Gallardo. Lo más importante está en otro lado.

Ocho años y medio son mucho tiempo. Para quienes tenemos cuarenta y pico, es algo así como una quinta parte de nuestras vidas; para los más jóvenes es aún más; los chicos y las chicas de diez o doce o hasta quince años tienen la sensación de que Gallardo estuvo siempre en River. Como cuenta Andrés Burgo, a muchos de esos chicos les cuesta entender que ya no vaya a estar ahí, como el refugio al que uno vuelve cuando le va mal, cuando necesita el abrigo de lo más querido. “Cuando mirés para el tablón vamos a estar siempre con vos”, le cantamos al equipo desde la tribuna, y de alguna manera teníamos una sensación parecida: cuando miráramos para el banco, Gallardo siempre iba a estar, se iba a levantar para saludarnos cuando le gritáramos “Muñeeeeco, Muñeeeeco…”, nos iba a dar serenidad, nos iba a conminar a que creyéramos, nos iba a decir que vayamos por más.

Claro que sabíamos que esto un día iba a pasar. Todo se termina. El año pasado, de hecho, estuvo a punto de suceder, y el clamor popular lo convenció de que continuara. En esa ocasión, cuando anunció que seguía, lloré de la felicidad. No es una forma de decir: lloré de verdad, unas lágrimas que me supieron a gloria. Ahora me toca llorar de tristeza. Aunque también de emoción, con ese nudo atravesado en la garganta que anoche, en el Monumental, me impedía cantar con fuerza el canto del día, el que se impuso porque los hinchas de fútbol somos realistas y por eso pedimos lo imposible: “Che Muñeco, te queremos decir, / sos eterno como lo de Madrid, / no te vayas…”

Porque los días más felices que hemos vivido los hinchas de River fueron con Gallardo ahí, apretando el puño al lado de la raya de cal; porque esa felicidad es inconmensurable y eterna. Y aclaro que no hablo sólo de felicidad futbolera, esa emoción que —lo sabemos— es incomparable con la felicidad a secas, la del amor de familia o de los logros personales, la de los hechos más trascendentes en una vida. El River de Gallardo excedió esas consideraciones: nos hizo felices sin más adjetivos.

Ahora se vendrá un Mundial y después un año nuevo y habrá que acostumbrarse a los cambios. Gallardo deja la vara muy alta. Y, de nuevo, no hablo sólo de triunfos o de títulos. Hay un hecho del que se habla poco o nada: cuando en mayo del año pasado River tuvo que jugar un partido de Copa Libertadores con el plantel diezmado por un brote de covid, sin suplentes y con Enzo Pérez desgarrado haciendo de arquero, ningún jugador, ni uno solo, se tiró al suelo simulando una lesión para que pasara el tiempo. Ese ardid al que recurren prácticamente todos los equipos del cada vez más mediocre fútbol argentino, desde los más chicos hasta los supuestamente grandes, el River de Gallardo, aun en su mayor desventaja, no lo usó ni una sola vez. Ese hecho nunca resaltado es la marca de la grandeza. Luego se puede ganar o perder, por supuesto, pero es ahí donde deja la vara Gallardo.

Ocho y medio es el título de una de las películas más emblemáticas de Federico Fellini y una de las mejores de la historia del cine. Ahora nos sirve para hablar del ciclo de Gallardo como DT de River. Pero el título de otra obra célebre del director italiano resulta todavía más apropiado: La dolce vita. Porque eso fue lo que supuso para nosotros durante estos años: una vida dulce, una vida buena, una vida feliz. Por eso, sólo queda decir gracias.