22 de mayo de 2021

Dinámica de los balcones

En marzo de 2020, días después del comienzo de la pandemia, la editorial Milena Caserola, de Buenos Aires, lanzó un concurso de cuentos, ensayos y poemas sobre la vida en cuarentena. Escribí y envié este artículo, entre el ensayo y la crónica, a mediados de abril. La editorial lo incluyó en Tapabocas, la antología de 32 textos que publicó, en formato digital, hacia el final de ese año.

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Es la primera vez que vivo en un departamento con balcón. Antes había vivido en otros departamentos, que carecían de balcones. Y también había vivido en casas, con mis padres, casas de una sola planta y, por supuesto, ni un solo balcón. Ahora llevo cinco años y medio en este departamento en el barrio de Almagro, sobre la avenida Rivadavia, a una cuadra de Las Violetas, siete pisos por encima del nivel del asfalto, con un pequeño balcón asomado al vértigo de la calle más larga del mundo.

El ruido llega constante y casi con furia. No conozco Nueva York, pero puedo dar fe de que Buenos Aires tampoco duerme. Por eso, y porque tolero bastante mal el exceso de decibeles, no salgo casi nunca al balcón, y el ventanal que comunica con ese apéndice de mi casa casi siempre está cerrado. Es una pena. Si el balcón diera al otro lado de la manzana, a la calle Lezica, el departamento donde vivo sería perfecto. La República Serenísima de Lezica. Todo no se puede. Una lástima.

Pero en estos días las cosas cambiaron. Todo cambió. El coronavirus puso el mundo patas arriba y a nosotros, literalmente de un día para el otro, en una situación que nunca imaginamos vivir. Uno de los efectos inesperados de la cuarentena fue que, como ni el ruido es el mismo, habité el balcón. Al menos mientras el clima lo permitió. En quince días de cuarentena estuve más tiempo en el balcón que en todo el lustro previo, que en toda mi vida anterior. Y eso me condujo a algunas reflexiones sobre la vida de balcón.

En teoría, el balcón sigue siendo mi casa, pero carece de la privacidad de mi casa. Por ejemplo, no puedo salir desnudo al balcón. ¿Y en calzoncillos? Varias veces durante la cuarentena salí en bóxer. Creo que no me vio nadie. Y si alguien me vio fue de lejos, y de lejos un bóxer y un short son más o menos lo mismo. Los bóxers, de hecho, muestran menos que ese invento demoníaco llamado zunga, y sin embargo imagino que asomarse al balcón en zunga está permitido y en bóxer, en cambio, no.

Para ejercer la contracara del exhibicionismo, es decir, el voyerismo, no hace falta tener balcón, como bien sabe cualquiera que haya visto La ventana indiscreta. Pero el balcón estimula el afán voyeur. En estos días en que habité el balcón no sólo pude ser mirado, sino que también miré. Vi cómo algunos de mis vecinos del edificio de enfrente, cuyos balcones miden cuatro o cinco veces lo que el mío, caminaban de una punta a la otra durante varios momentos del día. El ejercicio físico que recomiendan los especialistas. En otro de esos balcones enormes, vi a una mujer gorda agasajarse con una meriendas fenomenales. Vi a una pareja en la azotea de un edificio más bajo en la que nunca había visto a nadie. Yo me preguntaba cómo podía ser que nadie aprovechara esa terraza tan linda, en un edificio cerca de Castro Barros, quizás el Hotel Almagro, donde Ricardo Piglia cuenta que vivió durante un tiempo, cuyos fondos dan a los fondos de la Federación de Box.

También vi gente más cerca, de mi mismo lado de la avenida, en los balcones de alrededor del mío. En los últimos años he pasado innumerables horas a unos pocos metros de esos vecinos, rodeado por ellos: arriba, abajo, a los costados. Y sin embargo no los conocía. Nunca los había visto. Sigo sin conocerlos, por supuesto, no tengo idea de quiénes son, qué hacen de sus vidas, del mismo modo que ellos tampoco tienen idea de mí. Tres o cuatro veces hicimos contacto visual. Unos encuentros rarísimos: dos personas mirándose extrañadas, incómodas, como preguntándose qué hacen tan cerca una de la otra, como si hubiesen descubierto un intruso o un polizón metido en su casa, un espía, mirá si hubiera salido en calzoncillos.

El edificio en el que vivo está conectado por un pasillo interno con el edificio de atrás, el que da a Lezica, a la República Serenísima de Lezica. Los botones del portero eléctrico permiten saber que hay, entre ambos bloques de pisos, unos 120 departamentos. Si hacemos caso al último censo, según el cual en la ciudad de Buenos Aires viven 2,6 personas por vivienda, en estos dos edificios siameses vivimos más de 300 personas. Un pueblo chiquito y vertical en el que nadie conoce a nadie. Cuando camino por el pasillo interno que comunica ambas calles siempre me cruzo con gente distinta, que no recuerdo haber visto nunca y que la mayoría de las veces no me saluda, ni me mira. Es como estar haciendo una combinación en el subte. No me sorprendería demasiado si un día apareciera alguien sentado en el suelo y tocara la guitarra para que le dejáramos unas monedas en el sombrero.

Salí algunas veces, durante esta cuarentena, a leer al balcón. La lectura me absorbía tanto que, cuando de pronto recordaba dónde estaba, me daba un poco de vértigo. En general, sólo siento vértigo cuando pienso en el vértigo. A veces juego a asomarme al vacío y mirar para abajo sin tocar la reja, que me llega un poco más arriba de la cintura, y me pregunto qué pasaría —cómo actuaría— si la reja no existiera. Me doy cuenta de que moriría de miedo y practicaría la distancia social también con ella: no me arrimaría a menos de un metro y medio del borde. Pienso en el efecto psicológico de la reja y recuerdo un poema de Paco Urondo, un poema que Urondo escribió en la cárcel y que empieza diciendo:

Del otro lado de la reja está la realidad, de

este lado de la reja también está

la realidad; la única irreal

es la reja.

La única irreal es la reja, pienso.

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La cuarentena convirtió a los balcones en lugar de expresión. Los balcones como tribuna. Una vez los había sentido un poco así: cuando Marcos Rojo metió aquel gol agónico con el que la Selección le ganó a Nigeria y clasificó a los octavos de final del Mundial de Rusia. Lo grité en el balcón y mis vecinos también y los gritos de todos retumbaron en las paredes que arrojan su sombra sobre la avenida Rivadavia y durante unos instantes se sintió casi como estar en la cancha, y eso estuvo bien. Ahora, como ese día, la mayoría nos quedamos en casa y usamos el balcón como tubo de escape.

¿Qué escapa? Un poco de todo. Aplausos, todos los días a las nueve de la noche, en homenaje a los trabajadores de la salud, quienes se la juegan poniendo el cuerpo contra el virus, y también a todas las demás personas que siguen trabajando, haciendo girar la rueda. Aplausos que hieren un poco mi bobo orgullo patrio, pues se trata de una ceremonia importada —muy rápidamente— desde España e Italia (pero después me acuerdo de que ellos importaron nuestros escraches y cacerolazos y entonces se me pasa).

Escapan también protestas, azuzadas por políticos y periodistas infames que convencen de que este es un buen momento para pedir que los gobernantes se bajen el sueldo. Una cuestión que, si acaso es un problema, no está ni cerca de los más importantes en nuestro país, y mucho menos aún es este el momento para pretender instalarlo en la agenda pública. Como si la famosa grieta se hubiera sentido tan relegada por la pandemia que hubiese hallado, en esa queja absurda, un resquicio a través del cual llamar la atención. Las discusiones y los insultos de balcón a balcón nos recuerdan que, lejos de salir mejores o más unidos del confinamiento —como los profetas del optimismo claman que ocurrirá—, la “normalidad” del futuro, sea la que fuere, nos encontrará con todas nuestras diferencias intactas.

En los balcones aflora, incluso, la fiesta. O al menos así lo hizo una noche de sábado, cuando algún vecino de la calle Yapeyú, que hace esquina con Rivadavia prácticamente debajo de mi balcón, puso cumbia a todo lo que da, y muchos de sus vecinos más cercanos salieron a bailar a sus balcones y se sumaron a la diversión con gritos y aplausos y la luz de sus teléfonos. Acompañaron también, con abucheos, cuando —demasiado pronto— llegó la policía a exigir silencio.

Desde mi balcón también vi, en un par de ocasiones, casi todos los carriles de Rivadavia cortados por un piquete policial. Los agentes, cubiertas sus caras con barbijos, pedían permisos de circulación a los conductores de todos los vehículos (salvo taxis y colectivos) que pasaban por la avenida. Cómo no inquietarse ante esa imagen. Tengo claro que la situación es excepcional, que acatar la cuarentena y quedarse en casa es una contribución con el bien común y que quienes la violan injustificadamente deben ser sancionados, tengo claro todo eso. Pero cómo evitar la inquietud, el escalofrío que recorre la espalda al ver a uniformados ejecutando una virtual razzia a plena luz del día…

Lo cual lleva, sin duda, a otro de los usos del balcón que más han cundido durante la cuarentena: la delación. Al contrario que el voyeur, que goza de ver sin ser visto, el delator halla su razón de ser en que los demás sepan de su observación. Convierte el balcón en puesto de vigía y se yergue a sí mismo como autoridad moral. Desde allí señala con el dedo a quienes, asegura, faltan a su deber. A menudo no sabe nada de la persona a la que denuncia de romper el confinamiento: no sabe si está yendo a trabajar, si ha salido en busca de recursos esenciales para seguir viviendo, si va a ayudar a alguien más. Sé —insisto— que se trata de una situación excepcional y que hace falta controlar. Pero en momentos como los actuales sale a la luz lo mejor y lo peor de las personas, y el afán correveidilesco de tanta gente encuentra, en la prevención de la pandemia, el pretexto ideal para campar.

En los primeros diez días desde que las autoridades habilitaron una línea telefónica directa para denunciar violaciones de la cuarentena hubo 27 mil llamadas. En promedio, una cada medio minuto. ¿Cómo no sospechar que al menos una de esas 27 mil llamadas fue efectuada por la misma persona que la noche de la fiesta en los balcones de la calle Yapeyú acudió a la policía para quejarse de los ruidos molestos? Andate a dormir vos, sonó Kapanga ese sábado a la noche, como un pequeño intento de resistencia, un pataleo adolescente que duró los tres minutos que dura la canción. Enseguida, naturalmente, hubo que apagar todo y volver a la tan anormal normalidad de estos días.

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Ahora, mientras ordeno y trato de dar una estructura coherente a los apuntes que fui tomando durante estos días, ya hace frío. El otoño, en un sentido, nos ha arrebatado los balcones. Ya no los habitamos como en las primeras semanas. Un poco como a los protagonistas de “Casa tomada”, el cuento de Cortázar, nos van privando de espacios que considerábamos nuestros: primero la calle, los espacios públicos, ahora el balcón.

Me acordé de La guerra de los mundos, la novela de H. G. Wells en que la humanidad es salvada de una invasión alienígena por los gérmenes de nuestra atmósfera. Ahora pareciera que esos gérmenes han decidido meterse con nosotros. Se me ocurrieron también otras metáforas y alusiones bélicas, pero después leí a alguien que decía que tales comparaciones contribuyen con la creación de un clima de militarización y control, y quizá tenga razón, de modo que mejor evitar esas figuras.

Lo que es difícil de evitar es buscar en la ficción formas de comprender una realidad para la que no estábamos preparados. Aunque, claro, qué poco se parecen a veces las ficciones a la realidad. Si esto fuera una película de Hollywood, Estados Unidos nos salvaría a todos: pero ahí está el gran país del norte, sin saber muy bien cómo afrontar la crisis, con un presidente payasesco y miles de muertos en la capital del mundo, el estado de Nueva York.

Pienso, entonces, en el prólogo de El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld escribió que el “héroe verdadero” de la obra “es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe ‘en grupo’, nunca el héroe individual, el héroe solo”. “Siempre me fascinó la idea del Robinson Crusoe —añade—. Me lo regalaron siendo muy chico, debo haberlo leído más de veinte veces. El Eternauta, inicialmente, fue mi versión del Robinson. La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte. Tampoco el hombre solo de Robinson, sino el hombre con familia, amigos”.

La soledad del hombre, rodeado, preso por la muerte.

Vivo solo desde hace varios años, haciendo la mayor parte de mi trabajo desde mi casa. Soy un hombre de hábitos solitarios. En general disfruto de mi soledad. Pero llevo casi un mes de cuarentena solo en mi casa y, no puedo negarlo, empiezo a notar los efectos del aislamiento. Me sorprendo por momentos fantaseando con salir a caminar por este barrio o por aquel parque, pensando en una esquina en particular a la que quisiera volver, y de inmediato recuerdo: no se puede. Y la falta de contacto humano, por supuesto. ¿Cómo se sentía que alguien te toque, una caricia, un abrazo? Es como si poco a poco, inconscientemente, me fuera haciendo a la idea de que la cuarentena no va a terminar nunca, de que no vamos a poder salir nunca más. Vienen a mi mente los personajes de El ángel exterminador, la película de Buñuel. Tal vez sea un mecanismo de defensa. Cuando podamos volver a salir, casi que no lo voy a poder creer.

De todos modos, recuerdo lo que anotó Piglia en el primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi: “La soledad es un momento amable si hay alguien en la periferia, la única soledad insoportable es la de no ‘contar’ para nadie. Para mí, el solitario no es Robinson Crusoe sino alguien en medio de la multitud a quien nadie conoce”.

Robinson, otra vez presente. Pero la soledad es estar solo en un desierto de gente, como canta Calamaro en un disco de Los Rodríguez. El aislamiento no implica estar solos. Ahora todos somos Robinson. (Por cierto, ¿será sólo una casualidad que, aparte del Robinson Crusoe, la obra más célebre de Daniel Defoe sea el Diario del año de la peste, en el que narra los padecimientos del pueblo de Londres durante la epidemia de peste bubónica de 1665?) O, en todo caso, ahora todos somos Juan Salvo y Elena y Martita y Favalli, más argentinos y menos individuales, menos solos.

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La tecnología ayuda. Las llamadas telefónicas, los mensajes y las videoconferencias rompen el confinamiento, nos acercan. Vemos y oímos a nuestros seres queridos, aunque está claro que no es lo mismo, falta algo. ¿Qué falta? Hace casi un siglo, Walter Benjamin señalaba que las obras de arte podían reproducirse por medios técnicos, pero perdían su aura. Ahora nosotros también podemos reproducirnos a través de parlantes y pantallas, pero algo se pierde, algo que podemos llamar aura o alma o esencia o quién sabe también de qué otras maneras.

Ahí vamos, de todas formas. Estableciendo contacto por todos los medios a nuestro alcance. Tratando de que no nos pase como al personaje de Bill Murray en El día de la marmota. Que todos los días no sean iguales, que el desasosiego no nos alcance. Escribe Fernando Pessoa en el Libro del desasosiego: “Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida”. Una propuesta muy atinada siempre, pero más aún en los tiempos que corren.

Infinidad de memes y viñetas han retratado con humor las nuevas formas de interacción que se han generado estas semanas, entre ellas la dinámica de los balcones. Son una excelente manera de extraer belleza a partir de este no poder extraer belleza de la vida llamado confinamiento. En un sentido, la invitación de Pessoa se relaciona con una función vital en absoluto exclusiva de nuestra especie: la lucha por apropiarse de los espacios. Apropiarse sobre todo en un sentido simbólico. Eso que hacemos casi instintivamente, por ejemplo, para convertir una casa en nuestro hogar. Eso que algunos hicimos, como nos salió, un poco a los ponchazos, casi sin habérnoslo propuesto, con los balcones de nuestras casas. Estas plataformas en las alturas —¿cómo no pensar en esas sobre las que salta Mario en los videojuegos de Nintendo, y en las cofas de los barcos, o incluso en aquellas sobre las que se instalaban los estilitas, o hasta en alfombras mágicas?— se tornaron espacio de expresión, de comunicación, de descanso, de homenaje, de protesta, de diversión, de festejo. Se tornaron en espacio público. Aunque lo habitáramos en calzoncillos.

Cuando todo esto haya pasado, recordaremos tal vez con cierta extraña nostalgia esta dinámica de los balcones. Nos sentiremos, a lo mejor, como los conductores de “La autopista del sur”, ese otro cuento de Cortázar en el que un descomunal embotellamiento de tránsito hace que los vehículos se conviertan en casas sobre la ruta y que sus ocupantes establezcan relaciones como si fuesen vecinos de un mismo barrio, una misma comunidad. Cada tanto se alejan un poco de sus autos, pero vuelven enseguida, porque no saben cuándo la caravana podría volver a ponerse en movimiento. “Aparte de esas mínimas salidas —escribe Cortázar— , era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo”. A lo mejor, como ellos, dentro de un tiempo pensemos que no es posible que todo eso se haya terminado para siempre. Quizá, sólo quizá, cuando todos volvamos a estar en marcha nos preguntaremos algo así como “por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabe nada de los otros, donde todo el mundo mira fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante”.

Mientras tanto, no queda otra que seguir esperando. Y, aunque el clima ya no acompañe demasiado, cada tanto salir al balcón y mirar no sólo adelante: también arriba, abajo, a los costados. Cada mirada desde ahí también es una visión del mundo.