17 de junio de 2021

El libro como una fracción de la persona que lo escribió

Hace unos días, un conocido me contó por WhatsApp que tiene su biblioteca ordenada por estricto orden alfabético. “Así que estás entre Mark Twain y Virgilio”, añadió. Y luego me envió una foto en la que se ven, en efecto, dos de mis libros flanqueados por Las aventuras de Tom Sawyer y el Diario de Adán y Eva, a un lado, y la Eneida, al otro. Y ahí nomás, Operación Masacre, de Rodolfo Walsh.

Me puso contento, por supuesto. Me sentí honrado. Un poco indigno, también: el síndrome del impostor siempre hace de las suyas. Pensé en la cantidad de veces en que la escritura —sin que lo sepas— te pone en esa situación: alguien, para vos quizás un perfecto desconocido, en otro lugar del mundo, tiene en sus manos un libro tuyo; le busca en su biblioteca el lugar apropiado, lo encuentra, se siente satisfecho al ver tu libro, tu nombre, ubicado allí; o abre el libro y se pone a leerlo, o a releerlo, de alguna manera se pone a dialogar con vos, a sentirse acompañado por vos.

Recordé el cuento “Un lector”, de Ignacio Molina, cuyo narrador es un tipo que, mientras viaja en colectivo, descubre que el muchacho sentado al lado suyo va leyendo la última novela de una escritora que él tiene de contacto en Facebook. Escritora que, unos minutos antes, se había quejado en esa red social de una nueva suba de la tarifa del gas.

“Me sentí en la obligación de hacerle saber lo que pasaba —dice—: un par de veces amigos y conocidos habían hecho eso conmigo (avisarme que alguien estaba leyendo un libro mío en un colectivo o en un bar) y me había puesto contento: es lindo saber que mientras, por ejemplo, te quejás por el aumento de la tarifa del gas, aquella concatenación de palabras que alguna vez salió de tu cabeza a través de la yema de tus dedos, ahora, después de pasar por el proceso de edición, impresión, distribución y venta, está entrando a la cabeza de otra persona a través de sus ojos”.

Tenemos tan naturalizada su existencia que no solemos valorar la complejidad que implica el proceso de un libro, lo extenso de su recorrido. Porque ese recorrido, además, no termina ahí: al “entrar a la cabeza de otra persona” los textos generan múltiples impresiones, entrar en relación con un buen número de otras ideas y generan a su vez ideas nuevas, construyen recuerdos para el futuro, son tema de charlas y recomendaciones con amigos y conocidos, son materia prima para textos nuevos, como ese fragmento de “Un lector” que leí el año pasado y que ahora cito en este artículo, quizá mientras Ignacio Molina se está quejando del aumento de alguna tarifa.

Pensando en estas cosas, recordé también las veces en que distintos libros o textos me llevaron a interesarme tanto por sus autores que me puse a buscar información sobre sus vidas y demás obras, a leer entrevistas que les hubieran hecho e incluso a entrevistarlos yo mismo. Recordé el tiempo, las energías y el dinero invertidos en muchas ocasiones para encontrar tal o cual libro, y la emoción al conseguirlo, al poder por fin no sólo leerlo sino además buscarle en mi biblioteca su lugar más apropiado, sentirme acompañado por él y, de alguna manera, también por su autor.

Pensé entonces en la metonimia del mensaje que recibí hace algunos días: “Estás entre Mark Twain y Virgilio”. Es decir, no son mis libros los que están entre los libros de Twain y Virgilio: soy yo quien está entre ellos. Me gusta mucho la idea de que esos libros, poblados de concatenaciones de palabras que alguna vez salieron de mi cabeza a través de la yema de mis dedos, son también una parte de mí, son también, de alguna manera, yo.

Si aceptamos esa idea —que los libros son una fracción de la persona que los escribió— se explica incluso mucho mejor esa sensación de estar dialogando con el autor mientras lo leemos, de sentirnos acompañados por él, e incluso yo mismo, como autor, me explico mejor el placer que experimento al saber que alguien, en algún lugar, lee un libro mío, o lo busca con ahínco, o simplemente lo sostiene en sus manos, le busca sitio en su biblioteca, le quita el polvo. La idea de vivir esos gestos como caricias o abrazos se vuelve un poquito menos metafórica, un poquito más real.