26 de junio de 2021

Donde yo no me hallaba no se hallaba hombre más apenado que ninguno

1

Hace diez años, cuando River se fue al descenso, yo vivía en Madrid. Al igual que otros miles de hinchas alrededor del mundo, durante aquellos primeros meses de 2011 seguí —a la distancia y en horarios extravagantes— el calvario del equipo; lo seguí con angustia y miedo, pero también con esperanza y con la íntima confianza de que al final del largo sufrimiento nos aguardaba la salvación. Éramos River, ¿cómo nos íbamos a ir a la B?


En Madrid hay una filial de hinchas de River, pero yo solo los había visto un par de veces y no me había hecho amigo de ninguno. Sin embargo, ese 26 de junio acudí a su convocatoria para ver el partido con ellos en un bar. Sentía que un trance semejante, el gran alivio o la inimaginable desazón que nos esperaban tras los noventa minutos de juego, exigían que aquello fuese una experiencia compartida.

Mientras salía del subte, en las cercanías del bar donde supuestamente lo veríamos, me crucé con hinchas que me dieron la mala noticia: finalmente no pasarían el partido allí. Había que buscarle otra sede a nuestra angustia. Terminé viéndolo solo, en un bar cerca de la estación del metro Tribunal; en un rincón oscuro había una pantalla que, sin volumen, pasaba el partido. No recuerdo cómo lo encontré, como llegué hasta ahí. Sí recuerdo que, cuando llegué, el partido ya había empezado, que River ya ganaba uno a cero, que un amigo español me lo había adelantado con un sms: “Vamos que ya falta sólo un gol”. En Madrid hacía calor, era temprano, en el bar no había casi nadie. Las pocas personas que advertían mi presencia me miraban raro, sin entender qué sucedía, qué partido era ese, qué podía ser tan malo para justificar que un ser humano tuviera un aspecto tan terrible.

Así, solo, rodeado de un ambiente completamente extraño, ajeno e indiferente, viví uno de los momentos más tristes de mi vida.

En los días siguientes, cuando pude empezar a canalizar de algún modo mi desconsuelo, recordé el poema de Miguel Hernández musicalizado por Serrat:

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo, no se halla

hombre más apenado que ninguno.

Pena con pena y pena desayuno,

pena es mi paz y pena mi batalla,

perro que ni me deja ni se calla,

siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Desde entonces, ambos hechos quedaron indisociablemente vinculados para mí: cada vez que escucho o leo esos versos, acude a mí el recuerdo de la tristeza que pensábamos que jamás íbamos a presenciar. De esos días de hace una década en los que sabía que donde yo no me hallaba no se hallaba hombre más apenado que ninguno, aunque supiera que otros millones de hinchas sentían exactamente lo mismo que yo.

2

Entonces los hinchas de River aprendimos a convivir con el dolor. Durante los 363 días que pasamos en el Nacional B descubrimos el valor de estar en las buenas pero en las malas mucho más. Y no sólo estar: también acompañar, alentar, amar, verbos tan gráficos y tan argentinos como bancar, hacer el aguante. Cada uno a su manera, desde su lugar. Hicimos carne aquello de que primero hay que saber sufrir. Y después amar, dice el tango, y después partir, y al fin andar sin pensamiento. Andrés Burgo escribió: “Soy más feliz cuando River gana pero fui más de River cuando River perdía”. Todo eso lo aprendimos también.

Luego vino, ya sabemos, la reconstrucción. Dos años después de la vuelta a Primera, el primer título. Un par de semanas después, la llegada de Gallardo a la dirección técnica. Un volantazo en la historia.

Si River no se hubiera ido al descenso, ¿habría sucedido todo lo que sucedió después? Si la historia hubiese sido otra, ¿habría llegado Gallardo a ser el técnico de River? Por supuesto, es algo que no podemos saber, porque es contrafáctico y porque las variables que intervienen en la ecuación son innumerables. Pero esos planteos llevan (nos llevan a los hinchas de River) a otra pregunta, que en un sentido es terrible: si pudieras cambiar la historia y evitar el descenso pero eso implicara que Gallardo nunca hubiese llegado a ser el técnico, que no existieran sus triunfos, sus títulos, los cruces que les ganamos a ellos, la final de Madrid, ¿aceptarías?

Invirtamos la perspectiva: viajás a un universo paralelo donde es eso lo que sucedió —River no descendió en 2011, Gallardo hizo su carrera como entrenador en otros clubes, nunca ganamos la Libertadores más deseada de la historia— y le ofrecés a tu yo de esa otra dimensión abandonar su realidad para vivir esta, la nuestra. ¿Qué opina tu yo paralelo? ¿Lo toma o lo deja?

A nosotros, los riverplatenses de nuestro tiempo, nos tocó en suerte el extraño privilegio de asistir —con apenas siete años, cinco meses y trece días de diferencia— a la más grande tristeza y la más grande felicidad en las doce décadas de vida del club, y por supuesto de nuestras propias vidas como hinchas. Aprendimos a sufrir para, poco después, gozar de otra manera. Gozar más. Gozar mejor.

Por eso, las dos fechas están íntimamente entrelazadas, son como dos caras de una moneda, no hay una sin la otra. El domingo 26 de junio de 2011 descendimos a los infiernos, como dictamina el periplo de los héroes clásicos, para luego ascender a los cielos y, el domingo 9 de diciembre de 2018, ascender a los cielos, alcanzar la gloria, acceder a una felicidad que tampoco imaginábamos que podíamos conseguir.

Y además, aunque en 2018 yo ya vivía en Buenos Aires, tuve la inmensa fortuna de estar —por motivos que no tenían nada que ver con el fútbol— ese diciembre en Madrid, como si el destino hubiese querido resarcirme de aquel dolor en la misma ciudad, y estuve en el Bernabéu, abrazándome en la tribuna con tipos que en ese momento eran mis hermanos, como si el destino hubiera querido resarcirme de aquella soledad. Si Madrid ya era importante para mí por haber sido mi ciudad durante siete años, ahora lo era aún más, porque allá experimenté, con siete años (y cinco meses y trece días) de diferencia, tanta pesadumbre y tanta felicidad.

3

Y por eso también creo que la famosa pregunta, que se ha reiterado en infinidad de ocasiones en los últimos dos años y medio, está mal formulada. ¿Qué es peor —se ha planteado interminablemente aquí y allá—: irte al descenso o perder la final de la Libertadores contra tu clásico rival?

Creo que hay algo mucho más valioso que plantearse qué es peor: plantearse qué es mejor. ¿Qué preferís: que tu rival de toda la vida se autodestruya y se vaya al descenso, o ganarle vos la final más importante de la historia, ponerlo de rodillas en la cancha y después obligarlo a ver la premiación, la Copa en tus manos, hacer que la más grande de tus victorias sea al mismo tiempo la más dolorosa de sus derrotas?

A mí no me cabe dudas de qué es mejor.

El recuerdo de lo sucedido hace diez años es tristísimo. No se puede negar ni olvidar. Pero puesto en perspectiva se ve de otra forma. Es un dolor que nos hizo mejores. Sabemos lo que en el fútbol es la desolación y sabemos lo que es la felicidad más plena. Que River nos haya permitido eso, me parece, no es poco.